Afganistán, la guerra que no existe

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Protestas en contra de la guerras en Irak, Afganistan y Palestina en Washington DC. EFE/LENIN NOLLY.

Washington, 26 mar (EFE News).- Los soldados estadounidenses de Afganistán no tienen dónde caerse muertos. El cementerio de Arlington, donde EE.UU. entierra a sus héroes de guerra, se está quedando sin espacio. Cada semana entre 27 y 30 familias lloran a sus seres queridos, aunque los sábados hay más entierros, hasta ocho. Las tumbas blancas de mármol se extienden hasta el horizonte. A simple vista uno puede distinguir por su tamaño los sepulcros de los tenientes, capitanes y almirantes. Siempre hay clases. También en la muerte.
El camposanto está separado de Washington solo por un río y desde lo alto de una colina se ven la Casa Blanca y el Congreso. Ellos deciden quién va a Afganistán y por qué. En la parte de abajo, arrinconada, se abre paso la “sección 60”, donde descansan los que perdieron la vida en la “guerra contra el terror” que George W. Bush inició tras los atentados del 11 de septiembre. Dieciocho años después, los muertos siguen llegando al cementerio.
Antes los entierros eran públicos, la prensa podía fotografiar la despedida de una mujer demasiado joven para ser viuda, el ataúd arropado por una bandera de EE.UU. y el carro de caballos que lo mecía. Ahora las ceremonias son privadas, el luto es secreto.
A las 9.10 de la mañana, ni una alma pasea por la zona menos turística del cementerio de Arlington. Después de veinte minutos de caminata, uno sabe que ha llegado a la “sección 60” porque la hierba se tiñe de amarillo ahí donde hace poco se introdujo un ataúd.
“Vas a los funerales, te encuentras con la familia del amigo que murió y tienes que decirles que mereció la pena. Y mientes, porque no merece la pena”. Matthew Hoh tiene 46 años y dedicó dos a las guerras de Irak y Afganistán.
ROTO POR DENTRO
Matthew mide casi dos metros y tiene el rostro rosáceo. Dice que ha ganado peso desde que comenzó a tomar hace unos meses unas pastillas para paliar el síndrome de estrés postraumático. Los primeros síntomas aparecieron cuando regresó por primera vez de Irak en 2005. De repente no podía mirar a los ojos a su novia, se asustaba por cualquier ruido y no podía sentarse de espaldas a ninguna puerta porque creía que, en cualquier momento, irrumpiría un terrorista con un chaleco explosivo.
“Cuando volví es cuando la culpa empezó a brotar a borbotones. Cuando estás allí suprimes todo. Alguien es asesinado y sigues haciendo lo que estabas haciendo, se hace un pequeño funeral y eso es todo. No hay tiempo nunca para llorar. Nunca piensas en las bajas del enemigo o de los civiles. Hicimos cosas terribles. Una de las cosas que ahora me molesta es que, cuando matábamos a un miembro de la insurgencia, no permitíamos que sus familias lo recogieran de la calle. Dejábamos que los perros se los comieran”.
“Luego, vuelves a casa y te das cuenta. ¡Dios santo! Era el hijo de alguien y dejamos que los perros se lo comieran”. Por unos segundos, Matthew para y se muerde el labio inferior.
A este veterano le llevó tiempo reconocer que no quería ser parte de la guerra. Al volver de Irak, se reincorporó a su puesto en el Pentágono e intentó anestesiar el dolor con rutina. Se despertaba al alba para ir a trabajar, luego pasaba horas en el gimnasio y, ya en casa, bebía y bebía hasta perder el conocimiento y quedarse dormido. Se despertaba y repetía el mismo círculo. “La bebida se convirtió en una medicina, apareció la idea del suicidio y el alcohol se convirtió en una forma de ir muriendo muy despacio. Vives como si fueras un zombi”.
En 2009, regresó a Afganistán. Su idea era que, si iba a morir, prefería que fuera sobre el terreno haciendo lo que se le daba “bien”, en vez de a golpe de botella. Se convirtió en el representante de mayor rango de EE.UU. en la provincia afgana de Zabul, un bastión talibán. Intentó recuperar la ilusión, convencerse de que la presencia estadounidense en el país asiático ayudaría a garantizar la seguridad, la estabilidad y la paz con la que soñaban los afganos, pero cada vez le resultaba más evidente que el despliegue solo servía para alimentar una espiral de violencia.
“Después de cinco meses, no podía más. Estaba roto por dentro y renuncié”, recuerda mientras aparta la vista.
Su nombre -Matthew Hoh- sacudió los cimientos políticos de EE.UU. y saltó a la portada de The Washington Post. Era el primer funcionario estadounidense en dimitir en protesta por la guerra de Afganistán. La razón: había perdido la fe, no entendía por qué Washington desperdiciaba dinero y sangre tan lejos de casa. Y no estaba solo. El escepticismo había florecido progresivamente entre los estadounidenses. En 2001, cuando comenzó la intervención de EE.UU., solo el 10% la consideraron un error, mientras que en 2009, cuando Matthew renunció, el 30% rechazaba la guerra. Actualmente, la cifra supera el 40%, según datos de la consultora Gallup.
AFGANISTÁN LES DA IGUAL
La aversión a la guerra se mezcla con la indiferencia, uno de los factores que han contribuido a su larga duración. Muy pronto soldados estadounidenses serán enviados a una contienda que empezó antes de que ellos nacieran. Sin oposición de la opinión pública, sin canciones de protesta y sin pancartas en los campus universitarios, Afganistán ha cumplido ya 18 años y ha hecho historia como la guerra más larga de EE.UU., superando incluso a la de Vietnam.
“Uno nunca se equivoca al subestimar lo poco que los estadounidenses se preocupan del resto del mundo”, lamenta el profesor Trevor Thrall, especializado en conflicto y opinión pública. “Somos una nación vasta y narcisista rodeada por dos cuerpos de agua muy grandes y dos vecinos muy débiles y amables (México y Canadá). Simplemente, no necesitamos preocuparnos a diario del resto del mundo. Nuestra seguridad no depende de lo que ocurra en Afganistán”, reflexiona mientras frunce el ceño.
Aunque la indiferencia es generalizada, cada generación de estadounidenses siente la guerra de una manera distinta. Los “baby boomers”, nacidos entre 1946 y 1964, se muestran a favor de la intervención militar mucho con más frecuencia que los “milenials”. De hecho, este grupo social compuesto por unos 87 millones de estadounidenses nacidos entre 1980 y 1997, profesa escepticismo y apatía hacia Afganistán. A diferencia de sus mayores, los “milenials” prefieren la cooperación a las intervenciones castrenses y creen que el mundo no es tan peligroso como lo pintan.
Según Thrall, eso se debe a que los “milenials” son la generación que nació al final de la Guerra Fría. En la escuela, no tuvieron que esconderse debajo de un pupitre para ensayar cómo sería su respuesta ante un holocausto nuclear. Es cierto que su infancia se vio marcada por los ataques del 11 de septiembre, pero lo que más afectó a los “milenials” fue la consecuencia de esos atentados. Es decir, las guerras de Irak y Afganistán, los ataques con drones y la polémica ley antiterrorista “Patriot Act”, que coartó sus libertades y amplió a un nivel sin precedentes el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA).
ECLIPSADO POR IRAK
La culpa del olvido también la tiene la Administración de George W. Bush y su decisión de iniciar la guerra de Irak en 2003. La razón: el falso argumento de las armas de destrucción masiva. Desde ese momento, la atención de los medios y los recursos del Gobierno se desparramaron en Irak y Afganistán se quedó casi sin presupuesto. A cambio, pasó a ser conocida como la “buena guerra”, porque, en los ojos de algunos estadounidenses, era el único conflicto legítimo, el que había comenzado en 2001 para dar caza a Osama Bin Laden, el “cerebro” de los atentados del 11 de septiembre, y para castigar a los talibanes que le habían dado refugio.
Dave Lapan fue uno de los artífices de la estrategia informativa del Pentágono en las dos guerras. Años después, retirado del servicio público, reconoce que se cometieron fallos.
“Hay gente que piensa que deberíamos habernos centrado en Afganistán y no haber desviado nuestra atención y recursos a Irak”. Debido a la división de recursos, dinero, soldados, atención mediática y liderazgo, EE.UU. se distrajo y dio a los talibanes una oportunidad para recuperar fuerzas y terreno. En 2001, los insurgentes gobernaban en tres cuartas partes de Afganistán y con la invasión, lo perdieron todo; pero, en los últimos años han ido incrementando su control, y en la actualidad dominan el 12% del país, de acuerdo con datos oficiales de EE.UU.
“Perdimos concentración, perdimos el momento. Hay quien piensa que hoy en día aún seguimos en la guerra de Afganistán porque desviamos nuestros recursos y nuestra atención a Irak, en vez de terminar lo que habíamos empezado”.
SOLO LOS MUERTOS VEN EL FINAL DE LA GUERRA
Pero ¿cómo se pone punto final a 18 años de guerra con 147.000 muertos entre civiles, soldados e insurgentes? Hace un mes, el Gobierno de Donald Trump firmó un acuerdo con los talibanes para sacar a las tropas estadounidenses de Afganistán. Sin embargo, la violencia amenaza ese pacto y la paz es aún una utopía.
Quienes lucharon allí saben que el repliegue no significará el fin de la contienda, pero esperan que un acuerdo ayude a cicatrizar las heridas. “Creo que, para nosotros, los que estuvimos en las guerras, la idea de que acabe nos ayudará a sentir un poco de alivio porque, cuando está sin finalizar, cuando continúa, ¿Cómo puedes pasar página? ¿Cómo empiezas de nuevo, cuando todavía está en desarrollo?”, pregunta Matthew Hoh.
El soldado cita al escritor de origen español Georges Santanyana: “Solo los muertos han visto el final de la guerra”. En el caso de Afganistán, puede que tenga razón.

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