El ‘virus de la xenofobia’, esa otra pandemia que no cesa

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Por David Torres:

El presidente se siente incómodo. Basta verlo emitiendo declaraciones oficiales en estos días. La rápida expansión del coronavirus en Estados Unidos lo ha tomado tan de sorpresa, que mira hacia un lado y hacia otro como escudriñando a quién culpar de esta anomalía pandémica que inició en la provincia china de Wuhan y que ha desequilibrado literalmente a todo el planeta.

Pero con base en su “intuición científica” (valga el oximoron) el mandatario se ha enfocado ya, por supuesto, en los inmigrantes como primer y único chivo expiatorio, esos eternos desheredados de la tierra que buscan acomodo y mejores horizontes en donde se pueda. Por ejemplo, aquí.

Y por eso, según él, “hoy más que nunca” es necesario construir el muro en la frontera, quizá pensando en que los virus, al chocar con el concreto y el metal, se desintegran y así se acaba la amenaza de una vez y para siempre. El mundo de la ficción, sin embargo, no admite plagios argumentales desde la realidad.

Es curioso que no tome en cuenta —tanto él como sus consejeros en la materia— que hasta el momento no hay evidencia alguna de que un solo inmigrante, documentado o indocumentado, haya infectado a habitantes de este país. Quienes han sido diagnosticados con el padecimento (más de 1,000, según cifras oficiales, y contando) e incluso los que lamentablemente han fallecido (31 y también contando) no tienen nexo alguno con la cuestión migratoria.

De hecho, imaginemos por un solo segundo que una situación así llegara a ocurrir, que un migrante sin documentos resultara infectado. De inmediato, el gobierno y comparsas explotarían políticamente el tema, realizando una campaña feroz como las que han llevado a cabo en los últimos casi cuatro años para deshumanizar aún más a los inmigrantes y justificar de ese modo todas esas políticas migratorias que tienen a este país en una crisis permanente en este aspecto; desde la separación de familias en la frontera, hasta el ilógico y cruel programa “Permanecer en México”, que tiene a miles de solicitantes de asilo en una situación de extrema precariedad y peligro en territorio mexicano en espera de una respuesta que no llega.

Y ese es otro hecho irrefutable, pues ¿cómo ese grupo u otros podrían ser agentes de contagio y responsables de lo que ya está ocurriendo en territorio estadounidense si las autoridades migratorias ni siquiera les han permitido entrar? Y por otro lado, quienes han estado aquí durante años no han podido viajar al exterior por la sencilla razón de que, al hacerlo, automáticamente complicarían para siempre su reingreso. Incluso, la comunidad migrante más vulnerable no se acerca a los hospitales por temor a los arrestos y eventualmente a las deportaciones, razón por la cual ICE se ha comprometido a no realizar redadas en centros de salud, gracias en parte a la presión de organizaciones que han pedido un alto a los operativos, dada la emergencia.

No cabe duda de que no estar informado sobre la histórica realidad de los migrantes lleva a tomar decisiones que rayan en lo absurdo, en lo perverso o incluso en la violación a los derechos humanos.

Es decir, el enfoque oficial de considerar a los inmigrantes como potencial amenaza —sobre todo si provienen de países pobres y son de piel morena— se viene abajo de inmediato con base en las mismas cifras de la expansión del Covid-19. Por ejemplo, en México se tienen registrados solo 7 casos oficialmente confirmados, mientras que en el resto de la región latinoamericana la única víctima mortal como consecuencia de este virus ha sido un hombre de 64 años en Argentina. No hay manera de que la cuestión migratoria sea responsable de toda esta crisis de salud pública que mantiene a todos en alerta.

Sucede que Trump está aterrado, y el desplome de las bolsas le exacerba ese pánico que lo tiene al borde de un ataque de nervios. Esto es, dado que no tiene idea de cómo hacerse cargo de la gente, sino únicamente de sí mismo y de sus negocios, no sabe qué hacer para enfrentar un problema social real, un problema de salud pública como el que aqueja actualmente a su país y al mundo. Ponerse la gorra roja con el lema de su campaña (“Make America Great Again”) le ha de parecer el antídoto suficiente para no contagiarse en actos oficiales, como lo hizo el pasado 6 de marzo durante un recorrido por los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC), en Atlanta. Aprovecharse políticamente de una desgracia con esa cachucha escarlata también envía un mensaje de perversidad.

Pero si se mira bien, su individualista forma de ver las cosas es una de sus más grandes debilidades en una situación de tal envergadura y responsabilidad. Es un hecho que el mandatario se muere de miedo incluso de estar frente a su pueblo para decir algo más o menos coherente en torno a un padecimiento como el coronavirus; excepto culpar a los inmigrantes, por supuesto.

Ese frenesí antiinmigrante que lo ha definido de pies a cabeza desde antes del inicio de su gestión conlleva otro tipo de virus: el de la xenofobia, que ha resultado incluso más letal al expandirse rápidamente en una nación que se preciaba de haber alcanzado los más altos estándares éticos en la batalla por los derechos civiles y en la autodefinición como nación plural, diversa y cada vez más alejada del racismo.

En fin, los portadores de este virus de la xenofobia tal vez no han tomado en cuenta que, de expandirse el Covid-19, tal vez en algún momento tengan que tomar pico y pala para derribar el muro fronterizo que se ha construido hasta el momento, en caso de ser necesario buscar una salida mirando hacia los vecinos del sur.

Por lo pronto, las urnas en noviembre podrían convertirse en el retroviral más efectivo para combatir precisamente ese peligroso y expandido virus de la xenofobia.

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